1. Y, cuando Zaqueo, el maestro de escuela, oyó al niño exponer las alegorías tan numerosas y tan grandes de la primera letra, quedó perplejo ante tal respuesta y ante tal enseñanza, y dijo a los asistentes: ¡Desventurado de mí, a qué extremo me veo reducido! Me he cubierto de vergüenza, al traer a mi escuela a este muchacho.
2. Así, pues, hermano José, te ruego que lo lleves contigo, porque no puedo soportar la severidad de su mirada, ni penetrar el sentido de su palabra en modo alguno. Este niño no ha nacido en la tierra, es capaz de domar el fuego mismo, y quizá ha sido engendrado antes de la creación del mundo. ¿Qué vientre lo ha llevado? ¿Qué pecho lo ha nutrido? Lo ignoro. ¡Ay, amigo mío, tu hijo me pone fuera de mí, y no puedo seguir su pensamiento! Me he equivocado en absoluto. Yo quería tener en él un discípulo, y me he encontrado con que tengo en él un maestro.
3. Me doy cuenta de mi oprobio, amigos míos, porque yo, que soy un viejo, he sido vencido por un niño. Y no me queda sino abandonarme al desaliento o a la muerte, a causa de este niño, ya que no puedo, en este momento, mirarlo cara a cara. ¿Qué responderé, cuando digan todos que he sido derrotado por un pequeñuelo? ¿Y qué podré explicar acerca de lo que él me ha dicho de las líneas de la primera raya? No lo sé, amigos míos, por cuanto no conozco, ni el comienzo, ni el fin, de este niño.
4. Así, pues, hermano José, te ruego que lo lleves contigo a tu casa. Es algo muy grande, sin duda: un dios, un ángel o algo parecido.